Raúl Loayza-Muro: “todo llega a su debido tiempo, con paciencia y buen humor”

Entrevista a Raúl Loayza Muro. Biólogo, Doctor, investigador y responsable del Laboratorio de Ecotoxicología, Facultad de Ciencias y Filosofía, Universidad Peruana Cayetano Heredia-UPCH.

Por Serapio Cazana

¿Qué vivencias crees que te motivaron a estudiar biología?

Mi niñez, adolescencia y buena parte de mi juventud las pasé en Chaclacayo, creo que eso fue decisivo. Cuando abría mi ventana veía el cielo despejado la mayor parte del año. Desde temprana edad tuve la emoción de ver y sentir un atardecer en la sierra de Lima, observando ese cielo en silencio. Unas horas después ese mismo cielo estaba estrellado.

Era sorprendente sentir los cambios de temperatura tan marcados en esa parte de Lima. Yo tenía una vocación por la naturaleza, la cual descubrí en Chaclacayo. Me gustaba el olor del campo, la vida tranquila y natural, ver las bandadas de pájaros que volaban por las tardes. Incluso, había muchas lechuzas; yo las escuchaba en las noches nubladas, cuando pasaban gritando.

Ahora ya no las escucho, pero hay otros sonidos, como de los loritos y otras aves, lo cual es muy bonito de ver. Creo que mi carrera de biólogo se definió a partir de esas vivencias, de la sensación única del campo.

Eran los años 80, cuando el clima definitivamente era diferente al de ahora. En los últimos años el clima ha cambiado, ya no es el de antes. Pero el haber jugado en un ambiente natural, con tantos perros que tuvimos en casa, sentir el frío seco, trepar los árboles y cerros, ver áreas verdes, todo eso me fue formando, marcando un derrotero del cual, en esos años, todavía no era consciente, pero que más adelante se iba a evidenciar cuando tuve que decidir qué hacer con mi vida.

¿Cómo fueron tus primeras experiencias con los libros?

Mis padres eran personas cultas pero no eran lectores empedernidos. Hablaban inglés perfectamente y viajaban mucho, dentro y fuera del Perú. Mi mamá me inculcó la lectura a través de cuentos, como Tom Sawyer, Alí Babá y los 40 ladrones, Las Mil y Una Noches, Simbad el Marino, así como otras historias juveniles de aventuras.

Mi papá me contaba que de niño, existían programas de radio que contaban esas mismas historias, lo cual hacía volar la imaginación. Él había vivido en Ica y Pasco y su generación era de la radio, como la mía era de la televisión. Pero también me contaba sus propias aventuras.

Mi padre era un amante del automovilismo, lo cual lo llevó a conocer el Perú profundo y los pueblitos de la sierra. Con su hermano, Johnny, se inició en 1966 como copiloto en carreras de autos, como los Caminos del Inca. Era un capo haciendo hojas de ruta, las cuales guardo y podría usar perfectamente hoy en día. Si ahora hay lugares, como dicen coloquialmente “donde no ha llegado Dios”, imagina en los años 60.

Él me transmitió esa fuerte atracción por la sierra. Cuando tenía uno o dos años, en los 70, solíamos hacer paseos en familia a las afueras de Lima. Obviamente, no lo recuerdo, pero estoy seguro de ello por las fotos que nos tomamos en esos lugares.

Otra de las cosas extraordinarias que recuerdo de mi aprendizaje fue coleccionar estampillas. No te imaginas la cultura que me dio esta afición. Mi mamá trabajó en los años 70 en la Feria Internacional del Pacífico. Ella tenía (tiene) una muy buena amiga, Nelly Peñafiel. Yo le decía tía de cariño porque la conocí desde que nací. Ocurre que mi tía Nelly era secretaria del señor Gösta Lettersten, organizador y gestor de la Feria, que convocaba a expositores de muchos países. A él le llegaban cartas de todo el mundo, y ella me guardaba las estampillas. Y, posteriormente, me heredó su colección, la cual tengo hasta ahora.

Para mí, una de las estampillas más bonitas es la de las Islas Tonga. Cada vez que llegaba una estampilla a mi mano era un acontecimiento. Algunas tenían un alfabeto que no entendía, y para mí, eso era un mundo fascinante por descubrir. Un día me llegó una con el alfabeto cirílico, y me tuve que hacer de diccionarios para traducirla. No eran libros, eran estampillas, pero a través de eso podía conocer de deporte, arte, historia, cultura diversa. Y todo eso lo hacía en la vida tranquila de Chaclacayo.

Pasó el tiempo, terminé la secundaria y llegó el momento de elegir una carrera universitaria. De todos modos iba a ser en ciencias pero no sabía en cuál. Yo quería ser médico, y vaya que hubiese tenido muchas oportunidades. Mi padre era muy amigo de Eduardo Gotuzzo. Ellos habían sido amigos de la juventud en Ica. A Eduardo le digo tío, porque lo conocí desde muy chico. En los años 70 mi papá y Eduardo, y otro gran grupo de amigos, solían jugar fulbito en el Club Suizo.

Cuando ingresé a la Universidad Cayetano Heredia lo hice también por Eduardo, él le recomendó a mi papá que estudiara ahí. Yo quería hacer ciencia, pero no necesariamente de laboratorio ni de microscopio, sino de algo que me permitiera salir al campo, como la ecología. Eduardo me dijo que el médico no solamente se dedica a ver pacientes, sino que también puede investigar, pero no era tanto lo que quería hacer.

Estoy seguro que si hubiese elegido algún campo relacionado a las enfermedades tropicales, Eduardo me hubiese apoyado para ir a estudiar al mejor lugar en el tema. Mis amigos me decían que por qué desaprovechaba la oportunidad de tener un contacto con uno de los mejores especialistas en enfermedades contagiosas y tropicales a nivel mundial, pero una vez más, no era lo exactamente lo que estaba buscando.

Ya eran los años 90, muy convulsos, ¿cómo vivías la vida universitaria en ese contexto?

Con cierto temor. Eran tiempos difíciles. Yo tomaba El Chosicano en el Óvalo de Santa Anita que me llevaba hasta Los Girasoles, en Chaclacayo, donde yo vivía. Recuerdo que en algunos de esos trayectos el Ejército bajaba del micro a chicos sin libreta militar, sobre todo en Huaycán, que era considerada zona roja. Medio en broma medio en serio, mi papá me decía que rezaba todos los días para que yo regresara entero.

Mi casa quedaba muy cerca de la central hidroeléctrica de Huampaní, la cual pasó por varios atentados para volarla, con explosiones en el cerro y en las torres cercanas. Por eso, había un piquete del Ejército en la central de manera permanente.

Lo curioso es que Chaclacayo no se proveía de la electricidad de la central Huampaní, sino del sistema del Mantaro. Pero de todos modos, sufríamos los apagones y el racionamiento de energía, por lo que mi papá consiguió un grupo electrógeno pequeño marca Honda. Era a gasolina y producía un ruido insoportable, pero teníamos luz para estudiar e incluso para ver la televisión.

A pesar de la distancia, llegar a la universidad en San Martín de Porres tomaba una hora y pico en transporte público, algo imposible hoy en día. Aun así, era el que vivía más lejos de todos mis compañeros, quienes siempre bromeaban diciendo que era el único que debía cruzar todos los días la línea del Ferrocarril Central y el río Rímac para llegar a casa. Lo mejor de todo, era el tiempo que tenía para leer. No te imaginas el número de libros que terminé en El Chosicano y las combis.

¿Qué hiciste luego de graduarte?

Cuando terminé el pregrado en el año 97 hice prácticas en el Laboratorio de Bioquímica, que por ese entonces era uno de los mejores que tenía la Cayetano Heredia. Lo curioso es que yo no era tan bueno en bioquímica, me costó aprobar ese curso, pero reconocía la calidad de sus profesores. Uno de ellos, Jorge Arévalo, era mi tutor y Jefe del Departamento de Bioquímica, así que le pedí hacer prácticas y me aceptó. Ahí estaban también profesores como el Dr. Alberto Cazorla, Daniel Clark, Ana Colarossi, Carla Gallo, Martín López, José Espinoza, Patricia Herrera, entre otros.

Luego de las prácticas, empecé ahí mismo la tesis de licenciatura en la purificación de una enzima (la dehidrascorbato reductasa) relacionada con el sistema antioxidante de Trypanosoma cruzi, el parásito que causa la enfermedad de Chagas. Aprendí muchísimo y lo disfruté más.

Me di cuenta de lo importante del hacer para aprender, sobre todo cuando se purifica proteínas. Como dije, me costó aprender bioquímica, pero cuando empecé a diseñar los experimentos, todo lo que había estudiado, de pronto se iluminó y lo entendí. En el laboratorio entendí mucho mejor cómo funcionaban las cosas que en las clases teóricas.

Terminé mi tesis en el año 99 y conseguí una beca para hacer algo en lo que, a mi juicio, abrió el camino para hacer lo que realmente quería. Por el contacto que tuve con la naturaleza desde niño, era claro que al terminar mi carrera no quería estar todo el tiempo en un laboratorio. Más bien quería combinar campo y laboratorio.

Es decir, usar técnicas bioquímicas y moleculares para resolver preguntas relacionadas con procesos y cambios de los ecosistemas. Eso estaba claro, pero no cómo lo iba a conseguir.

Un día vi en la vitrina del Departamento de Química una convocatoria de las becas LANBIO para una pasantía de investigación en el Laboratorio de Química Ecológica, de la Universidad de Chile. De inmediato pensé que la bioquímica aprendida durante mi tesis de licenciatura podía ser el vínculo con lo que deseaba hacer a futuro. El programa en Chile lo dirigía el Dr. Hermann Niemeyer, hijo de uno de los científicos más prominentes de Chile, Hermann Niemeyer Fernández, como lo fueron en Perú Carlos Monge Medrano o Alberto Guzmán Barrón.

Chile es productor de cereales y frutas, y por mucho tiempo tuvieron fuertes plagas de pulgones, lo que incentivó las investigaciones en la relación insecto-planta. A ese laboratorio ya habían ido varios peruanos de Cayetano Heredia desde los 90, haciendo una buena labor científica, y algunos incluso estudiando el posgrado. Otros se quedarían a vivir en Chile.

Cuando postulé, se estaba abriendo una línea de investigación en bioquímica y biología molecular, de manera que mi interés y candidatura fueron aceptados. La idea de esa estadía era entrenarse en diferentes técnicas y publicar un artículo científico, al menos. Fue un trabajo duro, día y noche, domingos y feriados. Al final, publiqué mis primeros tres artículos. Eso fue muy significativo para mí. Al utilizar técnicas bioquímicas en un problema que se daba en el campo, me dije “esto es lo que quiero hacer”.

En Chile estuve casi 18 meses entre 1999 y 2000. Pero, al llegar a Lima con mucho entusiasmo por continuar esta línea de investigación, me di cuenta rápidamente que aquí nadie se dedicaba a ello y que sería difícil hacerlo, ni en Cayetano ni en ningún otro lugar.

Y claro, a ello se sumó una situación familiar que obligaba a buscar un trabajo pronto. Después de todo, mis padres ya habían pagado mi carrera, y era tiempo de volar por cuenta propia. Entonces, toqué la puerta a mi antiguo asesor y amigo, Jorge Arévalo, quien era Jefe del Laboratorio de Biología Molecular de Tripanosomátidos en el Instituto de Medicina Tropical Alexander von Humboldt, de la UPCH.

Me puse hacer algo totalmente diferente a la química ecológica. Hicimos purificaciones de ARN ribosomal de leishmania y trabajos con radioactividad para evaluar sus tasas de recambio. Fue un trabajo de filigrana, haciendo con Jorge cálculos en papel, en miles de papeles, que dio un extraordinario resultado.

También purificamos cisteíno proteinasas, que son enzimas capaces de degradar proteínas y que se encuentran en muchos venenos, como de las serpientes y arañas, por ejemplo. Estos venenos son tan potentes que, literalmente, se comen los tejidos, los destruyen con rapidez y producen hemorragias.

Las cisteíno proteinasas de leishmania me llevaron en 2002 y 2004 al Departamento de Biofísica de la Universidad Federal de Sao Paulo, a cargo del Dr. Luiz Juliano Neto, para probar su actividad en péptidos fluorescentes que ellos sintetizaban. Fue sorprendente ver y usar la tecnología y ciencia tan avanzada que tenían. Solo basta mencionar que Sigma Aldrich tenía un almacén propio en Brasil, mientras que nosotros debíamos esperar meses en Perú para que lleguen los reactivos de Estado Unidos, lidiar con la aduana y pagar mucho más.

Durante el periodo que trabajé en leishmania, Jorge Arévalo me ofreció hasta en dos ocasiones una beca para hacer el doctorado en el Instituto de Medicina Tropical Príncipe Leopoldo de Amberes, que es uno de los mejores en el área. Fue difícil rechazar tan generosa oferta, pero mi amigo Jorge entendió mis razones y respetó mi decisión. A veces, luego de algunos años, me preguntaba si había tomado la decisión correcta al ver colegas del laboratorio que ya habían ido a hacer el doctorado, regresaban, y yo todavía seguía buscando lo que quería hacer.

Yo persistía en la idea de trabajar en el campo, en algo que combinase ecología y laboratorio. Hasta que, finalmente, se dio en 2004. Con una colega encontramos información sobre indicadores biológicos y su uso como centinelas de calidad ambiental, lo cual nos pareció interesantísimo.

Escribimos un proyecto sobre el uso de bivalvos de agua dulce como sensores de metales y aguas ácidas, con el que conseguimos un generoso donativo de una empresa. Con ello, iniciamos las actividades del Laboratorio de Ecotoxicología en el bioterio de los Laboratorios de Investigación y Desarrollo (LID) de la Facultad de Ciencias.

Por ese entonces, el Director del LID era el Dr. Abraham Vaisberg, quien confió en nosotros y nos dio todas las facilidades y apoyo para este proyecto. Eso fue clave.

Lo primero fue descubrir dónde encontrar estas almejas de agua dulce, lo cual nos llevó a unas cochas en Satipo, de donde las sacábamos de los fondos fangosos con los pies. La odisea fue traer a Lima cientos de almejas en sacos.

Afortunadamente, eran bastante tolerantes a condiciones de anoxia, lo que les permitía soportar el viaje de más de diez horas en bus. Llegábamos de madrugada al terminal de Expreso Lobato en La Victoria y volábamos a la universidad para depositarlas en unos tanques que habíamos diseñado e instalado en el techo del LID. De esto han pasado quince años. Creo que los tanques siguen en algún lugar del techo, subiendo conforme se construían nuevos pisos en el LID.

A partir de 2004 empezó a sonar el término “ecotoxicología” en la UPCH, y ahora, soy director de este laboratorio. Si tuviese que valorar algo en mi carrera es que empecé un camino en la investigación desde cero, sin un “padrino”, pero con muchas personas importantes que me aconsejaron y ayudaron, hasta ahora.

Por eso aprecio mi laboratorio y todo lo que hay aquí, porque lo he conseguido a punta de esfuerzo y, vaya que ha sido un camino duro. Creo que he tenido suerte y buena estrella. Suerte de haber conversado largas horas con un café con el Dr. Carlos Monge o el Dr. Alberto Cazorla, de haber diseñado experimentos e intercambiado libros con mi mentor, Jorge Arévalo, y haber aprendido y recibido ayuda material y logística de muchos otros amigos, colegas, técnicos, secretarias…

Laguna de Torococha, a 4500 msnm en la sierra de Canta (Lima).

Leí que hiciste tu doctorado en Holanda

Sí, a propósito del proyecto de los moluscos estaba buscando en internet estudios relacionados y encontré a un grupo holandés de la Universidad de Ámsterdam (UvA) que se dedicaba a algo similar: ecotoxicología de metales en almejas cebra.

Les escribí de inmediato pero no hubo respuesta; les escribí nuevamente, pero tampoco respondieron. Después me enteré que estaba escribiendo al correo de un profesor que ya estaba retirado. Por suerte un día abrió su correo y me puso en contacto con el Dr. Wim Admiraal, Jefe del Departamento de Ecología Acuática y Ecotoxicología.

De cierta forma ahí empezó mi carrera hacia el postgrado. El Dr. Admiraal y el Dr. Michiel Kraak, nos ayudaron a publicar el trabajo de las almejas de Satipo en Environmental Pollution, nada mal para empezar en el tema.

Luego, la pregunta cayó por su propio peso, es decir, si era posible hacer el doctorado con ellos. Con su ayuda y mis antecedentes de investigación y docencia en la UPCH, fui aceptado en la escuela de posgrado en la UvA. Pero, aún había mucho que recorrer para conseguir el financiamiento.

Una vez más, me veía en la disyuntiva de aceptar una beca en un proyecto diseñado por ellos, y que, la verdad, no me interesaba tanto, o buscar mi propia beca para realizar un proyecto diseñado por mí, en bioindicadores de calidad de ecosistemas acuáticos en los andes peruanos.

Los holandeses me decían “a quién se le ocurre hacer una tesis sobre ecosistemas de gran altitud en este país, que está bajo el nivel del mar”.

En el 2008, finalmente, conseguí una beca de doctorado de FINCYT-LASPAU y una beca Keizo Obuchi de UNESCO. Ambas fueron la combinación perfecta para iniciar mis estudios en la UvA en 2009. Yo tenía ya 34 años, un laboratorio, era profesor contratado, y había conseguido fondos de la International Foundation for Science de Suecia (US$ 12,000) y del CONCYTEC.

En ese entonces, lo máximo que daban los fondos PROCYT era S/. 30,000, y parecía mucho. Ahora se dan cientos de miles y hasta millones. Cuando llegué a la UvA descubrí que era el más viejo entre mis colegas, que tenían entre veintitantos y treinta años. No entendían cómo podía ser estudiante en Holanda y profesor en el Perú. No era una situación común, definitivamente. Yo les bromeaba diciendo que era una de las muchas ventajas del Perú. En la UvA me encontré con gente extraordinaria, con la que construí una fuerte amistad y sigo en contacto.

Una de las condiciones de la beca de FINCYT era que debía pasar, al menos, diez meses al año en Holanda, y el resto del tiempo podía venir a Perú por asuntos familiares u otros excepcionales, previa solicitud de permisos, entre otros trámites. Este era un problema, puesto que mi estudio era en los andes peruanos, y necesitaba estar por lo menos seis meses al año aquí, dedicado al trabajo de campo.

Le expliqué eso a mi asesor, porque él tenía que hacer las solicitudes de permiso. Me pidió que yo la hiciera a la medida y que él la firmaría. Así que yo mismo establecí las condiciones de mis visitas al Perú y fueron aceptadas. Tuve mucha suerte. Eso, además, me trajo muchos beneficios. Uno de ellos, y el principal, fue mantener el vínculo físico con la UPCH y mi laboratorio durante el doctorado.

Por fortuna, la única actividad que podía realizar como becario era la docencia e investigación, lo cual calzaba perfectamente en mis planes. Además, podía traer estudiantes de maestría de Holanda para hacer pasantías de investigación. Eso les parecía fantástico, poder hacer ciencia en un lugar tan espectacular como la Cordillera Blanca, sobre los 4000 metros de altitud.

Hasta ahora me siguen escribiendo estudiantes que ni conozco, pero que saben de mí por mis ex asesores, que los estimulan a tener la experiencia de la investigación en los Andes. Yo los invito, les ofrezco el laboratorio y los reactivos, y ellos buscan fondos para su manutención y pasajes. A la fecha he recibido siete estudiantes de maestría.

Terminé el doctorado en 2013 y en 2014 se abrió una plaza para nombramiento en el Departamento de Biología, la cual gané. Empecé como profesor auxiliar, y ahora soy asociado. Después de todo este tiempo, finalmente, puedo decir que conseguí lo que me propuse. Tomó tiempo sí, pero las cosas se fueron alineando. A los estudiantes les diría que el tener mentores, contactos, recursos, es sólo una parte. Lo principal, los sueños y las ganas, los pone uno. Yo he tenido mucho apoyo de una larga lista de personas que veían el esfuerzo que traía en las manos. El resto es chamba, pura y dura, como se dice.

Sigo yendo a Chaclacayo, porque mi madre vive allá. A veces, paso temporadas cortas que me aíslan del ruido de Lima. Ya no veo lechuzas pero aún veo las bandadas de loritos en las tardes. Me sigue fascinando como cuando era niño. Y cada vez que tengo la oportunidad de dejar el laboratorio, tomo la camioneta y vamos con mis estudiantes a muestrear a la sierra.

Es un placer sentir el aire frío y raro, y esos cambios de luz que se experimenta cuando el auto entra y sale de las quebradas, geografía tan particular de nuestros Andes. No es que las personas me caigan mal, pero disfruto más de tumbarme debajo de los árboles y escuchar el río y la naturaleza, muy alejado de ellas y de la ciudad.